Miles de kilómetros podrán
separar cuerpos, podrán separar al tacto de piel con piel, a una risa
retumbando en el oído, podrán evitar sentir la respiración del otro en tu nuca,
el murmullo, evitar silencios incómodos, ahorrar malas caras, días de perros, y
días de euforia, e incluso pueden dejar a deber abrazos.
Pero hay algo más fuerte que
todo eso, algo que la distancia a pesar de los años, nunca pudo, no ha podido,
ni podrá con ello. Yo hablo del cariño, de la amistad, de los sentimientos, de
la conexión entre la gente, del sentirte identificado en alguien que no eres
tú, y que tú mismo te sorprendas por ello. Y es que los kilómetros nunca se
plantearon eso del factor sorpresa, de la improvisación, y del querer. Y oye,
que bueno.
Los kilómetros, son números,
números disfrazados de carretera, de árboles caídos, de llanos cubiertos de
girasoles, prados repletos de vacas, y túneles oscuros que nos comunican con el
otro lado. Pero al final de todo eso, de la angustia, del tic nervioso del pie
izquierdo, y de la desesperación de las agujas del reloj. Ahí estás tú, ahí
estoy yo, y ahí estamos ambos conjugando un nosotros. Y qué bonito, cuando
encuentras hogar en ojos de otro, en brazos de otro, y en el hemisferio que
sea, pero a su lado.